La cuestión de la unidad y diversidad de las hablas montañesas o cántabras es uno de los puntos clave que provoca una reacción airada ante la normalización. Según los defensores de la diversidad irreductible de nuestras hablas, no se podría hablar de una misma lengua, sino de carmuniegu, tresmeranu, tudancu, lebaniegu, etcétera. La personalidad de dichas hablas sería tan fuerte que no se podría hablar de lengua sino de lenguas.
Sin embargo, esta postura esconde una trampa dialéctica, porque ¿acaso existe alguna lengua que sea completamente unitaria? Si miramos al castellano, el ejemplo más cercano y conocido, la respuesta es clara: ni mucho menos. No es lo mismo el castellano de Valladolid que el de Sevilla o Zaragoza: existe diversidad en el léxico, aspectos gramaticales y pronunciación y sin embargo nadie se plantea que en todos esos lugares se hable castellano. Un castellano que es diverso y rico en su versión local (menos comprensible para el resto de hablantes ajenos a esa variedad) pero que tiene una variante común estándar que es comprendida por todos y utilizada como variante culta y en medios de comunicación.
De forma análoga las hablas de Cantabria contienen dentro de su diversidad una unidad indiscutible: hay diferencias en léxico, gramática y pronunciación, pero son muchas más las similitudes y forman parte de un mismo proceso histórico. Por eso, aun valorando la importancia de las variantes locales, no se debe perder la visión global del fenómeno lingüístico y potenciar la creación de esa variante estándar común que permita dotar de un mayor valor comunicativo a nuestra lengua.
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