Allí arrimadito a la pared, mirando y remirando la piedra y el polvo. Arrimadito a la pared conciendo con las preguntas de los que pasaban:
- ¿Qué tienes, hombre…? ¿Por qué lloras?
Cada interrogación era un espino; un sorbo de agua de tueras de las más amargas; una ramita de escajos, pincha que te pincha en la sensibilidad. Nada más que habían pasado unos instantes. Recuerdo avivado de un quebranto reciente en unas penumbras vespertinas. Unos iban con leños en las espaldas; otros, con una yunta muy campanillera; otros, con un apero moreno de sol y de polvo; otros, con unos cántaros bermejos, en cuya boca temblaba el agua recién nacida. Y todos se detenían y escuchaban mi llanto.
- ¿Qué tienes, hombre…? ¿Por qué lloras?
Yo no decía nada. Yo seguía allí, quietecito, con la cabeza agachada, secándome las lágrimas con la boina. Yo estaba lejos de mi pueblo. Estar lejos del pueblo de uno en años de infancia es sentir por las noches muchas ganas de llorar, de escaparse; de correr fugitivamente por los caminos que no se conocen; de llegar en un momento al escaño de las rodillas del padre; al escaño de plumas de garzas que tienen todas las madres en el regazo.
Es estar lejos de los amigos; de los viejos que nos riñen cuando les hurtamos las ciruelas; de la bolera; de la campa; de los mendigos que pasan con escarcha en las barbas; de los montes zarcos que se llevan cantando todo el día con coplas de silbos, de balidos, de campano, de pajaritos.
Yo era entonces un muchacho de botica en un pueblo tramontano sin ovejas, sin brañas, sin robles, sin perros barcinos de pastores. Y las noches eran un tormento, señor. Me persignaba y rezaba a San Antonio bendito, a la Virgen de las Nieves, a Santa María, al buen Dios de los labradores. Por las buenas almas de la caridad, por los caminantes, por los desamparados. Todo lo que me habían enseñado hacía poco, mientras trajinaban silenciosamente unas ruecas amarillas y se llenaban de luna, de viento o de tempestad las noches agrarias. Después meditaba con ansia de cosas de mi pueblo. Veía las vacas duendas con unas campanillas relucientes como adornos plateados de casulla. Veía las peonzas de zumbel repintado; los pitos de ramita de nogal verde; los rizos de las corderas; la coronilla pulida y simpática del emboque; la campana grande de la torre; los estadojos puntiagudos de los carros; los rabiones espumosos del río, que no sé por qué me parecían siempre una risa larga y alborotada de las aguas.
Y pensando en estas delicias los labios comenzaban a ponerse trémulos. Y después el sollozo en las tinieblas, tiritando, con los ojos muy abiertos, en un cuarto de muchacho de botica, con una lucera que me traía parpadeos milagrosos de las estrellas; tamborileos rápidos de los granizos; saludos de buenas noches luneras o runfidos del viento. El sollozo, el sollozo, que es la jaculatoria más inmensa, la jaculatoria más sentida que yo podía rezar a mi pueblo, a mis padres, a mis amigos, al río, a la braña, a las camberas. Cansancio del llanto. Ya estaba la pena exprimida como un limón verde, como unas grosellas sin madurar, como unas mayuetas sonrosadas de las cumbres. Alba del consuelo en mi corazón. Yo crecería y me pondría robusto y volvería a mi pueblo muy bien vestido. ¡Sería delicioso quedarse allí para siempre, para siempre! Todos me mirarían muy contentos al verme tan arregladito, tan colorado como el hijo más pequeño del médico, como el hijo del recaudador, que tenía una nariz de pájaro. Todos me preguntarían que cómo me iba en la botica; que si iba a misa los domingos y las fiestas de guardar; que si había vacas de buena raza; que si era fina el agua; que si era obediente para con los amos. Yo, tan alegre, tan jovial, respondería a todos, dándome un poco de importancia, remirándome la chaqueta nueva, la sortija de aljófar, los zapatos rubios. Y así me dormía todas las noches con el cantar de los pensamientos, con estas delicias de la imaginación, engurruñadito, con la sonrisa que yo había leído que tenían los niños tristes de las leyendas.
Aquel día fue para mí una tragedia. El boticario tenía un hijo que era el tiranuelo de la rebotica, el tiranuelo de los muchachos pobres del barrio. De vez en cuando me maltrataba con inclemencia. Al principio me estaba quieto. No me atrevía a levantar el puño como hacía en la aldea. Aquél era el hijo del señor. Y en el pueblo me habían enseñado a respetar mucho a los hijos de los señores. Pero, poco a poco, fui cogiendo confianza. Ya no me era tan extraño el ambiente. Una vez amenacé con un descaro impetuoso. Me ardían los carrillos de coraje. Me temblaban de ira los labios. Sentía en la conciencia los primeros tormentos de la humillación…
Así fue pasando el tiempo. Hay mañanas que se levanta uno con el ánimo destemplado, con un enojo raro, amarguísimo. Aquella mañana no estaba mi espíritu para hacer regalos de paciencia. Y al primer ademán provocativo del hijo del boticario, mi puño fue como un pequeño mazo de machacar los terrones de la mies. Enardecimiento del brío, de la casta, de la venganza, del rencor. Mi tiranuelo huyó despavorido como una rámila, como una comadreja, como un raposo. Me quedé en la rebotica lavando los morteros, que me recordaban los almireces de mi pueblo. Después vino lo otro, la represalia, el castigo. Yo tenía unos libros maravillosos en mi criterio adolescente. Unos libros que iba comprando mi padre con la pobre cosecha cultivada todos los días, todos los días, todos los calores, todos los fríos, con su regatón de ciego, con su tino prodigioso. “Las tardes de la granja”, los cuentos de Nesbit, “Las veladas de la quinta”… Eran mis devocionarios, señor. Eran el tabaco que debía haber fumado mi padre, el sacrificio, el amor, mil ganas de una cosa y no saciar esas ganas sencillas, pertinaces, para poder comprar uno libros al hijo. Estos libros inolvidables los vi rotos, destrozados con una saña bárbara de lobo pequeñito. Vi pedacitos de sus páginas, muchos pedacitos de sus páginas revoloteando en torno mío, cayendo como pavesas en la losa de la rebotica. No sé lo que se me rompió en el corazón. El recuerdo todavía me acongoja, la memoria parece que quiere comenzar a llorar. Perdona lector estas cosas tan insustanciales y tan íntimas.
Vi mis libros despedazados por las manos vengativas de mi tiranuelo. El ambiente me pareció lleno de hostilidades. No podía estar allí, entre aquellas ruinas blancas de mis libros. Salí a la calle con un desconsuelo de niño que busca a su madre y no la encuentra. Y me arrimé a una pared a devanar mis penas. La gente pasaba.
- ¿Qué tienes, hombre…? ¿Por qué lloras?
Yo no decía nada. Seguía allí, quietecito, limpiándome las lágrimas con la boina. Después eché a correr por unos caminos desconocidos… Y volví a los pueblos, a los pueblos que están cerca de las brañas…
La Braña (1934), Manuel Llano